El 21 de julio de 1921 Alfonso XIII preside la solemne entrada de los restos del Cid en la Catedral de Burgos. Lejos de allí, en Marruecos, en el inhóspito y accidentado terreno del Rif, el Comandante de infantería Julio Benítez arenga al centenar de hombres que quedan vivos en la guarnición de Igueriben. Se preparan para morir. Su memoria destella en la vergüenza del Desastre de Annual, una de las peores derrotas de la historia del Ejército español.
Igueriben es la punta de lanza del temerario plan del general Manuel Fernández Silvestre para asegurar el control del protectorado español en Marruecos. Decidido a avanzar hasta Alhucemas, Silvestre no ha considerado que las cabilas rifeñas, bajo el mando de Abd el-Krim, preparan la guerra contra los españoles, un ejército de trabajadores y labriegos, mal equipados y protagonistas a la fuerza de una aventura colonial cuyos objetivos la mayoría no comprenden.
La noche del 18, los moros se acercan tanto que pueden escucharse sus insultos a los oficiales y su oferta a los soldados: si se rinden, podrán volver ilesos a Annual. Los españoles responden gritando vivas a España y disparando. Benítez escribirá: «Los defensores de Igueriben mueren pero no se rinden».
Al día siguiente, Silvestre, que no está de brazos cruzados, comunica por heliógrafo que «se hallan concentradas en Annual numerosas fuerzas que han de convoyar los socorros de que tan necesitada está la posición. La Patria atenta a vuestro gallardo esfuerzo sabrá pronto recompensar vuestros sacrificios». Benítez sigue creyendo, pero las condiciones son cada vez más insoportables. Las ametralladoras comienzan a quedar inutilizadas por el constante uso y el calor. Hombres y armas se derriten.
El día 20, Benítez escribe angustiado a su general: «Tenemos muertos y heridos, carecemos de agua y de víveres y la gente se ve precisada a permanecer día y noche en el parapeto para tener a raya al adversario». Silvestre contesta: «Héroes de Igueriben, resistid unas horas más. Lo exige el buen nombre de España». Benítez responde embravecido: «Esta guarnición jura a su general que no se rendirá más que a la muerte».
Solo entonces, abandonado, se permite Benítez palabras agrias. Irritado, escribe: «Parece mentira que dejéis morir a vuestros hermanos, a un puñado de españoles que han sabido sacrificarse delante de vosotros». A eso de las dos de la tarde ha digerido la decepción y, consciente ya de su sino, escribe a Silvestre: «Nunca esperé de V. E. recibir orden de evacuar esta posición, pero cumpliendo lo que me ordena, en este momento, y como la tropa nada tiene que ver con los errores cometidos por el mando, dispongo que empiece la retirada, cubriéndola y protegiéndola debidamente pues la oficialidad que integra esta posición conscientes de su deber, sabremos morir como mueren los oficiales españoles».
Son las palabras postreras de un militar que se sabe llamado a un sacrificio ejemplar. Tras ellas, el comandante empuña su pistola y emerge del parapeto atrayendo la atención de los moros para facilitar la huida de la columna principal, la que carga con los heridos. Los rifeños acribillan al diezmado contingente. Los españoles gritan, corren, disparan y, en último trance, acuchillan. Mueren matando. Benítez también. Recibe un primer impacto en la cabeza y cae a tierra. Polvoriento y ensangrentado, se rehace y continúa al frente de sus hombres, hasta que un balazo en el corazón lo deja definitivamente seco.
De los resistentes de Igueriben se salvó menos de una decena. En Burgos, los restos del Cid llegaban a la Catedral entre aplausos. En el Rif, Benítez, campeador honesto de otra época, quedaba a merced de los carroñeros. En 1925, el Gobierno reconocería a título póstumo su valor y diligencia con la Cruz Laureada de San Fernando, la más prestigiosa condecoración militar española.