REGRESO A BALER
Nadie en la localidad sabía quién se hallaba enterrado en aquella fosa cubierta por la maleza de la que sólo asomaba, corroída por el óxido, una cruz antigua. Sin embargo, bajo un grueso manto de tierra de treinta centímetros, se escondía una lápida en la que todavía era visible una inscripción: Aquí yace Marcelo Adrián Obregón, Héroe de Baler.
Nacido en el pueblo burgalés de Villalmanzo en el año 1877, vivió en primera línea el desvanecimiento de los últimos vestigios del imperio español en aquel dramático capítulo de la historia conocido como Desastre del 98, cuando España perdió sus posesiones de ultramar: Cuba, Puerto Rico, Filipinas y la isla de Guam. Enrolado en el Batallón de Cazadores Expedicionarios número 2 combatió en esta última colonia. Y lo hizo hasta el final. No en vano, perteneció al reducido grupo de soldados españoles que resistió durante 337 días en la iglesia de la aldea filipina de Baler a los ataques de unos 800 sitiadores tagalos, negándose a la rendición a pesar de que la guerra -ellos no lo sabían y luego no lo quisieron saber- había concluido varios meses antes. Aquella gesta heroica y audaz, acaso el último ejemplo del orgullo de una nación en otro tiempo vasta y temida, les valió el sobrenombre con el que han pasado a la historia y al imaginario colectivo de nuestras tragedias.
El destino quiso que él y medio centenar de compañeros fueran destacados a Baler, una pequeña aldea costera situada a doscientos kilómetros al norte de Manila, en el llamado Distrito Príncipe, en junio de 1898. Ante la inminencia del ataque, pues las sublevaciones ya habían empezado semanas antes en todo el archipiélago, el destacamento se atrincheró en la encalada iglesia de la villa, fundada por franciscanos, puesto que era una posición sólida. Los habitantes del pueblo huyeron el 27 de junio de 1898. El infierno acababa de empezar para aquel reducido grupo de españoles. Con víveres y municiones, la guarnición se dispuso para el combate. Tres días después ya estaban sitiados. Y el intercambio de fuego no se hizo esperar. El cabo Jesús García Quijano fue el primer herido del destacamento español.
Los tagalos pidieron la rendición de la guarnición desde el principio, creyendo que medio centenar de soldados, muchos de los cuales caerían pronto enfermos, no aguantaría sino unos pocos días. Qué lejos iba a estar ese pensamiento de la realidad. Pronto se produjeron las primeras deserciones, mientras los sitiadores se las ingeniaban para minar la moral de los españoles, pero sin éxito. Mientras tanto, los sitiados hicieron de la iglesia un verdadero e inexpugnable fortín: construyeron un pozo, hicieron un horno, cavaron trincheras y consolidaron muros...
En agosto cayó Manila en manos yanquis. En Baler moría el soldado Julián Galvanete y desertaba Jaime Caldentey. Dos franciscanos españoles fueron enviados como emisarios del enemigo. Y se quedaron en el sitio, prestando su apoyo espiritual para que la moral de la soldadesca no decayera. Pero quien no entendía de fortaleza anímica era el beriberi (enfermedad producida por carencia de vitamina B1 o tiamina), que diezmó a la guarnición. El capitán Enrique de Las Morenas fue una de sus víctimas. Su agonía estuvo presidida por las alucinaciones y los delirios, que le llevaron a mantener conversaciones imaginarias con sus familiares en España e incluso a otorgar la amnistía a los sitiadores. Murió en noviembre, pero antes lo habían hecho el soldado Francisco Rovira por disentería, el párroco, Gómez Carreño, el cabo José Chávez, el teniente Juan Alonso Zayas y el soldado Román López. También había heridos de bala, puesto que los enfrentamientos eran diarios. El teniente Martín Cerezo quedó al mando tras la muerte de Las Morenas y Alonso Zayas. Y el beriberi seguía haciendo de las suyas: Juan Fuentes, Baldomero Larode, Manuel Navarro, Pedro Izquierdo... En total, trece caídos por las enfermedades. Pero aún habría de aparecer otro terrible enemigo: el hambre, ya que buena parte de los víveres almacenados se habían podrido por la humedad.
Casi alucinados por el hambre, la enfermedad, el calor asfixiante y pegajoso, los miembros del regimiento de Cazadores número dos eran ya una suerte de fantasmas. Pero seguían teniendo claro que venderían cara su piel. En diciembre dos hechos marcaron su existencia: el primero, una valiente incursión de dos soldados españoles que, aprovechando el despiste de los centinelas tagalos, prendieron fuego una noche a buena parte del pueblo. La otra fue una ofensiva con un objetivo claro: comer. Conquistaron una huerta, de la que arrancaron brotes de calabazas, plataneras silvestres, tallos de naranjos, verduras. Aprovecharon el golpe para abrir los portones de la iglesia y orear el interior, cuyo cargado ambiente era malsano.
Los combates se sucedían, así como las invitaciones a la rendición. Otro emisario español intentó, en vano, convencer al destacamento, que consideraba que era una treta como cualquier otra para hacerlos ceder. Ni tan siquiera los ejemplares de periódicos que les hacían llegar los sitiadores con noticias sobre la venta del archipiélago y el fin de la guerra les hacía capitular. Las bajas se sucedían por beriberi y el hambre volvería a hacer su aparición, así que el instinto de supervivencia se impuso: comieron gatos, ratas, culebras e incluso perros. En febrero un nuevo emisario español, el capitán Olmedo, intervino para poner fin a aquella locura. Otra vez en vano. La guerra entre filipinos y norteamericanos no se haría esperar y estallaría ese mismo mes, complicando todavía más la situación del sitio de Baler.
La presión psicológica de los sitiados era brutal. Tres de ellos, un cabo y dos soldados, intentaron desertar y fueron detenidos. La única buena noticia, el mes siguiente, fue la súbita -y bendita aparición de tres carabaos (búfalos autóctonos) cerca de la iglesia, que fueron capturados y dieron alimento de fundamento a la diezmada guarnición. En abril arribó a la costa de Baler el cañonero Yorktown. El final parecía inminente. El desánimo cundió de nuevo entre los soldados. Trece hombres habían muerto por disentería y la mayoría estaban heridos. En mayo Martín Cerezo decidió preparar la huida a Manila del destacamento: fusilan a los presos y se prestan a marchar de madrugada, pero la idea es abortada en un momento de lucidez del teniente
El 2 de junio llegó la capitulación. En el destacamento izaron la bandera blanca con una condición: honor y vida. «Capitulamos porque no tenemos víveres, pero deseamos hacerlo honrosamente. Deseamos no quedar prisioneros de guerra y que admitan otras condiciones que expondremos, de las que levantaremos acta. Si se han de portar con nosotros de mala manera, han de decirlo, porque en este caso no nos rendiremos. Pelearemos hasta morir y moriremos matando».
La condición fue respetada desde la admiración por el nuevo jefe del archipiélago, Emilio Aguinaldo, quien ensalzó a aquellos heroicos españoles como «amigos, protagonistas de una epopeya propia de los hijos del Cid y de Pelayo...» y por «el valor, la constancia y el heroísmo con el que han defendido su bandera por espacio de un año».
La iglesia fortín de Baler fue abandonada por 33 hombres cadavéricos después de 337 días. La epopeya de los héroes de Baler, Los últimos de Filipinas había terminado.
Superado su histórica aventura, el 1 de septiembre de 1899 llegaron a Barcelona, en el vapor Alicante, los supervivientes de los de Baler. Arribaban a puerto los mismos héroes por quienes, desde meses atrás, se venía pidiendo auxilio y denunciando abandono en la prensa madrileña, en particular por el diario El Imparcial.
Eran 33: el segundo teniente Saturnino Martín Cerezo, el médico Rogelio Vigil de Quiñones, los cabos Jesús Gª Quijano y José Olivares , el corneta Santos González , y los soldados Ramón Mir , Pedro Vila , Domingo Castro , Bernardino Sánchez , Emilio Fabregat , Miguel Pérez , Eustaquio Gopar Marco Mateo , Antonio Bouza , José Hernández , Marcelo Adrián , Manuel Menor, Juan Chamizo, Luís Cervantes , Francisco Real , Pedro Planas , Timoteo López Larios , Ramón Ripollés , Eufemio Sánchez , José Martínez , José Pineda , Felipe Castillo , José Jiménez , Miguel Méndez , Ramón Buades Loreto Gallego , Vicente Predouzo y Gregorio Catalán Valero.
Estos hombres protagonizaron de motu propio todo un ejemplo de casta, honor y estricto cumplimiento del deber
En septiembre de 1899 se les concedió la Cruz de Plata y una pensión mensual de 7,5 pesetas a los soldados cuya resistencia es estudiada en la academia militar de West Point.
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