Una incesante lluvia recibió en Madrid el 9 de diciembre de 1759 al recién coronado Carlos III de España. Rey de Nápoles y Sicilia, Duque de Parma, Plasencia y Castro, la muerte sin descendencia de su hermanastro Fernando VI lo llevó de vuelta a su patria de nacimiento cuando, según algunos historiadores se había resignado ya a reinar en buena parte de la península italiana, pero a olvidarse de llegar algún día al trono de la entonces todavía poderosa España.
Experimentado como monarca y maduro como persona, algo poco habitual en los reyes españoles de siglos pasados, de personalidad tranquila y reflexiva según sus biógrafos, se propuso desde un primer momento iniciar un proceso de reformas en el país que llevase a España hasta los conceptos de modernidad de la época, todo siguiendo los pasos de un concepto político que los estudiosos posteriores denominarían como despotismo ilustrado.
Una de sus principales reformas fue la educativa. Con los centros y universidades en manos de las órdenes religiosas, que centraban sus enseñanzas especialmente en materias humanísticas, inició una serie de cambios para que la nueva punta de lanza del sistema fueran las disciplinas científicas y la investigación.
Controló los centros universitarios a través del patronazgo real, fundó en Madrid el primer centro moderno de enseñanza media (Estudios de San Isidro) y la primera escuela de formación profesional tal y como la entendemos hoy en día (Escuela de Artes y Oficios). También quería un centro tecnológico puntero que sirviese de base y acicate para la industrialización y así nació el Real Colegio de Artillería.
Ubicado en el Alcázar de Segovia, a las afueras de la ciudad castellana, en lo alto de un cerro en la confluencia de los ríos Eresma y Clamores, el Real Colegio de Artillería fue inaugurado el 16 de mayo de 1764 bajo la dirección de Félix Gazola, un aristócrata hispano-italiano con gran conocimiento de la artillería, una magnífica preparación matemática y científica, y que había servido a Carlos III desde que había accedido al Ducado de Parma en 1731.
Nacía así la escuela de formación militar en funcionamiento más antigua del mundo, que este año cumple 250 años y que es anterior a grandes hitos históricos como la revolución francesa, la independencia de Estados Unidos o a la constitución de un buen número de los países que conocemos en la actualidad.
En 1786, la institución dio un salto definitivo. Gracias a un acuerdo de colaboración entre Carlos III de España y Luis XVI de Francia, se contrató al químico galo Joseph Louis Proust, que se hizo cargo de las enseñanzas de química y metalurgia, donde impartió hasta 1799 cursos de cuatro meses a razón de tres lecciones semanales. Para ello, el laboratorio fue dotado con los mejores medios de la época. En esa instancia, precisamente, Proust realizó numerosas experiencias sobre composición de sustancias que le llevaron a enunciar la Ley de las Proporciones Definidas, uno de los principios básicos de la Química.
Los primeros artilleros marcaron un antes y un después en el desarrollo de la artillería y se convirtieron en el vehículo que transmitió la ciencia ilustrada a la sociedad española. El alto nivel académico no se quedó en las paredes de la Academia, sus alumnos fueron responsables de una evolución sin precedentes en el desarrollo de la industria española, del impulso del trabajo profesional en la sociedad y del nacimiento de las Escuelas de Ingeniería modernas.
Por sus aulas han pasado virreyes, científicos, investigadores pedagogos e importantes industriales. Nombres propios como los de Tomás de Morla o Francisco Elorza y Aguirre. 300 promociones de oficiales y suboficiales compuestas por 11.500 oficiales y 4.500 suboficiales. Pero también han pasado auténticos héroes de la historia de España.
Tal es el caso de los capitanes Luis Daoíz y Pedro Velarde. En una España ocupada por las tropas de Napoleón Bonaparte, los ciudadanos madrileños se levantaron en armas contra las fuerzas ocupantes el 2 de mayo de 1808. El Ejército español recibió la orden de no secundar a los ciudadanos y no atacar a las tropas francesas. Sin embargo, a base de engaños, Velarde consiguió ponerse al mando de una compañía española conformada por 30 soldados y tomar el mando del Parque de Artillería de Monteleón, ubicado en la actual Plaza del dos de Mayo de Madrid, protegido por tropas francesas muy superiores, a las que dijeron que iban a ayudarles en la defensa del recinto.
Reducidos los franceses, a la instalación militar llegó entonces el capitán Daoiz, que se unió a Velarde y comenzaron a armar a los ciudadanos madrileños, que hasta ese momento se enfrentaban a las tropas francesas con palos y cualquier tipo de arma que tuvieran a su alcance. La resistencia de los ciudadanos madrileños fue limitida, pero Daoiz y Velarde aguantaron durante horas intensos combates con las tropas francesas.
Murieron en combate tras un último ataque francés con más de dos mil efectivos al Parque de Artillería de Monteleón, que los apenas cien defensores, entre militares y ciudadanos armados, no pudieron resistir. Este levantamiento fue la chispa que provocó una rebelión en cadena en la práctica totalidad de España, desembocando en la Guerra de la Independencia y la primera derrota militar de Napoleón Bonaparte.
Promoción de 1910
Ejemplo de heroísmo fue también el del teniente Diego Flomesta Moya durante del denominado Desastre de Annual en 1921. Destinado en la localidad de Abarrán, plaza recién conquistada y cuyo puesto todavía no había sido fortificado, su posición sufrió un duro ataque de los rifeños. Él fue protagonista principal de la feroz resistencia española, resultando herido en la cabeza y en un brazo. Capturado por el enemigo, le pusieron como condición para ser curado que les enseñase a usar la piezas de artillería, algo a lo que Flomesta se negó. Los rifeños le retiraron la comida hasta que cambiase de opinión, algo que no hizo. No anularon su férrea voluntad y murió de inanición.
Diego Flomesta Moya
Así reflejó la Real Orden de 28 de junio de 1923, que le concedía a título póstumo la Cruz Laureada de San Fernando, máximo distinción militar del Ejército español, su labor en la defensa de Abarrán: " (…) Después de agotadas las municiones de las piezas que mandaba, sosteniendo la defensa del frente atacado con preferencia por el enemigo, a pesar de estar herido, negándose a ser curado. Organizó las de los demás frentes, por haber sido muertos o heridos de gravedad todos los demás oficiales, armando a los artilleros que quedaban útiles, e imponiéndose a los indígenas que se resistían a cooperar; inutilizó por sí una pieza y ordenó que inutilizaran las demás cuando el enemigo se disponía a asaltar la posición, permaneciendo en el puesto de inmimente peligro que su honor militar le señalaba, haciendo personalmente fuego con el fusil que fue invadida la referida posición por el enemigo (…) ".
Héroes españoles, merecedores justos de la mayor distinción militar del Ejército español fueron también otros militares que pasaron por las aulas de la Academia, como los hermanos Miguel y Federico de la Paz Orduña, ambos tenientes de artillería, fallecidos también en 1921 durante el Desastre de Annual, o el capitán Eduardo Temprado Pérez, ejemplo de lucha y fiereza militar durante la Tercera Guerra Carlista.
Hoy fieles a sus orígenes, los artilleros del siglo XXI siguen trabajando con lealtad al honor y a las costumbres que le son propias, para encontrar en esa mezcla de tradición y modernidad el equilibrio que necesitan para servir mejor a España.