Annual, Marruecos, julio de 1921.
Probablemente, la mayor catástrofe de la historia del Ejército español. Más de diez mil españoles quedaron muertos en los campos del Rif, tras ser desarbolado por las harcas indígenas lideradas por el caudillo Abd El-Krim. Soldados y oficiales españoles se desbandaron, matándose entre sí en muchos casos para hacerse con un transporte con el que huir a Melilla. La mayoría cayeron en el intento. Los que quedaron heridos en el campo fuero hechos prisioneros o torturados hasta la muerte por las tribus rifeñas.
Escritores como Ramón J. Sender, testigo del denominado «desastre» contaron cómo las mujeres indígenas seguían a la retaguardia mora torturando y rematando a los españoles heridos. A muchos les arrancaron las muelas aún vivos para hacerse con el oro de fundas y empastes. A otros los abrieron en canal a golpe de gumía. Hoy pocos lo recuerdan, pero el episodio conmocionó a la sociedad de la época, que de mala gana mandaba a sus hijos a luchar a África. Hacer la «mili» allí era acudir a una guerra colonial, en una tierra árida y hostil que el periodista Manuel Leguineche ha descrito como de «de pita y esparto». La matanza fue tal que muchos historiadores la identifican como uno de los factores para explicar el fin del modelo de la Restauración. La rabia nacional cuando fueron conociéndose los detalles de la ignominiosa derrota socavó la legitimidad de aquel régimen.
La semilla de la tragedia se había sembrado durante la primera mitad del año. El comandante general de Melilla, Manuel Fernández Silvestre, un militar audaz y afectuoso con la tropa, avanza por el territorio rifeño. Pretende llegar a Alhucemas y dominar la zona española del protectorado marroquí siguiendo una política de mano dura con las tribus locales. Pero algo no va bien. Se cubre de manera muy endeble un frente muy extenso y complejo. Silvestre, testarudo y temerario, decide, pese a las advertencias, continuar el avance. A espaldas de su superior, el general Dámaso Berenguer, alto comisario de España en Marruecos, prosigue el insensato despliegue de unos efectivos mal equipados, dispuestos y dirigidos.
Calzados con unas rudimentarias abarcas, inadecuadas para moverse por aquel accidentado terreno, equipados con unos fusiles obsoletos y defectuosos, y mandados por unos oficiales más pendientes de encadenar permisos que de la guerra que estaban librando, los soldados españoles combaten la sed y la tensión en blocaos situados a pleno sol acechados por los guerreros nativos que desde los cerros colindantes contemplan la absurda operación hispana esperando su momento.
Ya en el mes de junio llega un primer aviso. Siguiendo órdenes de Silvestre, el comandante Villar avanza con cerca de 1.500 hombres hasta el mogote de Abarrán e instala allí un parapeto que quedará con una dotación de 26 artilleros y unos 250 soldados, 200 de ellos indígenas. En cuanto la columna de Villar, se retira del inhóspito paraje, las huestes de Abd El-Krim comienzan a tirotear la posición. Los españoles se afanan en contener a sus supuestos aliados indígenas, que se han pasado al enemigo, y en defenderse a cañonazos del ataque. La munición dura cuatro horas. Después los defensores son avasallados y pasados a cuchillo.
Poco antes de la matanza, el Gobierno era informado de de que todo estaba en orden en el Rif.
Es el anticipo de la masacre inminente. El siete de junio, las fuerzas del comandante Julio Benítez toman la posición de Igueriben. Por esas fechas, según relata el historiador Juan Pando Despierto, Berenguer informa al Gobierno de que «nada ofrece el Rif que pueda ocasionar la menor alarma ni inquietud». Los hechos demuestran pronto lo equivocado que está. El 17 de julio, Abd El-Krim lanza una sangrienta emboscada sobre el convoy de abastecimiento de la posición de Igueriben. A partir de ese momento, Benítez y los suyos quedan cercados. Sufrirán cuatro días de asedio, sin agua, y con el parapeto rodeado de cadáveres. «Los oficiales de Igueriben mueren, pero no se rinden», escribirá Benítez a unos jefes que no logran hacerle llegar auxilio. Silvestre asiste desesperado a la sangría que supone cada intento de romper el cerco.
Encolerizado, harto de pedir en vano refuerzos a Berenguer, Silvestre le comunica el día 20 que la «humanidad y la dignidad» exigen auxiliar a Benítez e informa de que con tal propósito sale de Melilla «con todo». «Con todo» quiere decir que la plaza queda totalmente desguarnecida. Los habitantes de la ciudad verán partir casi todas las fuerzas que la custodiaban. Solo regresarán unos pocos errabundos, desechos y relatando entre delirios las atrocidades que están teniendo lugar extramuros de la ciudad. Los melillenses, que temen un inminente asalto rifeño, quedarán sumidos en un pánico que solo la llegada de los primeros efectivos de la Legión enviados desde la Península aplacará.
Cuando la Legión llegó a Melilla estuvo todo el día desfilando para calmar a la población.
Tras la caída de Igueriben, en la que perecen Benítez y casi todos sus hombres, un Silvestre cada vez más desquiciado decide evacuar el campamento de Annual. En una retirada caótica y hostigada por un intenso fuego enemigo, oficiales y soldados huyen, algunos incluso se acuchillan entre sí por hacerse con un puesto en alguno de los camiones que a toda velocidad corren a Melilla. Los españoles se agolpan despavoridos por un terreno sobre el que no dejan de llover balas. Huyen y chillan, pero salvo ejemplares excepciones, no se defienden.
La mayoría murieron. También Silvestre, del que no se supo más. Aunque circularon diferentes versiones, lo más probable es que ante la debacle optara por pegarse un tiro. En Madrid, el Gobierno y el Rey Alfonso XIII suspenden sus vacaciones y se decreta el envío urgente de refuerzos a Melilla. Pero es tarde. La escabechina y el oprobio son ya irremediables.